miércoles, 5 de septiembre de 2012

La Chica Gótica




            Soledad se quedó viuda a los treinta y nueve años. Con una pequeña pensión y las cuatro perras que sacaba limpiando pisos y portales de escaleras, lograron salir adelante ella y su hija Selene.

            Todas las semanas iban juntas al cementerio a llevarles unas flores al marido muerto y a derramar unas lágrimas y rezar una oración delante de su tumba.

            Soledad educó a su hija en la fe, la inscribió en catequesis, logró que hiciera la primera comunión y todos los domingos acudían a misa de once. De noche la acompañaba mientras Selene rezaba por el padre fallecido y para dar gracias por el pan que ponía en la mesa y por el techo que las acogía.

            La cosa empezó a cambiar cuando Selene entró en la adolescencia y comenzó a estudiar bachillerato. Se hacía la remolona con eso de rezar junto a su madre, le ponía pegas para ir a la iglesia y apareció con un pírcing en el ombligo. En una ocasión, Soledad sorprendió a su hija vestida completamente de negro.

            -¡Jesús, hija, quién se ha muerto!

            -Nadie, mamá; soy gótica.

            Una amiga de Soledad le ayudó a buscar en internet qué era eso de ser gótica. Lo que leyó la dejó más confundida de lo que estaba. Escuchó un galimatías indescifrable como rock gótico, deatrock, dark wave, historias de vampiros y dráculas, libros y cómics de terror.
        

           Selene dejó de rezar por las noches y de acompañar a su madre los domingos a misa. A medida que se maquillaba tanto que parecía una muerta y se dibuja el contorno de los labios con pintalabios negros, la chica gótica retiró el cuadro de su primera comunión, pintó las paredes negro y escribió sobre los tabiques lemas y poemas que hablaban montañas escondidas y mujeres fatales. No comía en casa nunca, se levantaba temprano y llegaba muy tarde.

            Soledad rezaba un rosario tras otro, ofrecía una misa tras otra, ayunaba a pan y agua, renunció a la televisión para lograr que Dios se llevara a la adolescente gótica y le devolviera a la hija que había criado. A veces, Soledad pensaba que el luto por moda que llevaba Selene era también porque estaba enterrando a la niña que jugaba con muñecas y rezaba por las noches.

            Una vez, Soledad se encontró en la basura la estampa con la imagen de la Virgen que Selene ponía bajo su almohada cuando dormía. “María, tu mirada serena y limpia me anima a seguir luchando”, decía la estampa. Soledad la rescató de la papelera, la planchó amorosamente pasándole una y otra vez la palma de su mano, y volvió a dejarla bajo la almohada de Selene.

            Al día siguiente, Selene se marchó y no volvió más. Había cumplido los dieciocho años y era libre para elegir entre quedarse o marcharse. En la nota que dejó a su madre sólo decía una cosa:

            -Mamá, no me busques. Esta casa se ha hecho muy pequeña para mí.

            Tres años estuvo Soledad rezando, llorando y ayunando por el regreso de su hija. Se pasaba horas ante el Santísimo rogándole por esa hija que estaba perdida y no quería ser encontrada. Soledad no quería morirse sin tener la oportunidad de  decirle a su hija, una más –sólo una vez más-, cuánto la quería. No quería dejar este mundo sin volver a escuchar de la boca de Selene un “Mamá, te quiero”, que sanara tantas heridas y curara tantos dolores.

            El teléfono sonó una madrugada, cuatro años después, para darle la mala noticia.

            -Le llamo del hospital La Fe, de Valencia. Será mejor que venga: su hija ha tenido un accidente y está grave.

            Una amiga de la parroquia se ofreció a recorrer con Soledad los trescientos kilómetros que les separaban de Valencia y de la cama de la Uvi donde su hija luchaba contra la muerte. No hacía falta que entraran en detalles dolorosos para una madre: el accidente sufrido no era de los que te aplastan con una rueda o te queman porque una olla explotó demasiado cerca. Aquel accidente se esnifaba por la nariz o se tragaba en forma de pastilla. Soledad se lo perdonaría todo y rezaba para que Dios no se quedara atrás en su misericordia. Ella sólo quería llegar a tiempo para decirle:

            -Hija, te sigo queriendo como el primer día.

            Cuando llegó al hospital, su hija estaba en coma. Se lo habían inducido para realizar una intervención que había tenido éxito. Pasadas unas horas, la despertarían.

            En la cama yacía Selene llena de cables y un respirador que hacía las veces de sus pulmones. Sobre el cabezal, junto los timbres y las luces, estaba colgada la misma estampa de la Virgen que Soledad encontró una mañana, cuatro años atrás, en la papelera de su hija.

            -Selene nos ha pedido que la pusiéramos junto a su cama –dijo la enfermera que salió a recibir a Soledad.

            -Cuando llegue mi madre –nos dijo Selena-, quiero que sepa cuánto la quiero.

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