Soledad
se quedó viuda a los treinta y nueve años. Con una pequeña pensión y las cuatro
perras que sacaba limpiando pisos y portales de escaleras, lograron salir
adelante ella y su hija Selene.
Todas las semanas iban juntas al cementerio
a llevarles unas flores al marido muerto y a derramar unas lágrimas y rezar una
oración delante de su tumba.
Soledad educó a su hija en la fe, la
inscribió en catequesis, logró que hiciera la primera comunión y todos los
domingos acudían a misa de once. De noche la acompañaba mientras Selene rezaba
por el padre fallecido y para dar gracias por el pan que ponía en la mesa y por
el techo que las acogía.
La cosa empezó a cambiar cuando
Selene entró en la adolescencia y comenzó a estudiar bachillerato. Se hacía la
remolona con eso de rezar junto a su madre, le ponía pegas para ir a la iglesia
y apareció con un pírcing en el ombligo. En una ocasión, Soledad sorprendió a
su hija vestida completamente de negro.
-¡Jesús, hija, quién se ha muerto!
-Nadie, mamá; soy gótica.
Una amiga de Soledad le ayudó a
buscar en internet qué era eso de ser gótica. Lo que leyó la dejó más
confundida de lo que estaba. Escuchó un galimatías indescifrable como rock
gótico, deatrock, dark wave, historias de vampiros y dráculas, libros y cómics
de terror.
Selene dejó de rezar por las noches
y de acompañar a su madre los domingos a misa. A medida que se maquillaba tanto
que parecía una muerta y se dibuja el contorno de los labios con pintalabios
negros, la chica gótica retiró el cuadro de su primera comunión, pintó las
paredes negro y escribió sobre los tabiques lemas y poemas que hablaban
montañas escondidas y mujeres fatales. No comía en casa nunca, se levantaba
temprano y llegaba muy tarde.
Soledad rezaba un rosario tras otro,
ofrecía una misa tras otra, ayunaba a pan y agua, renunció a la televisión para
lograr que Dios se llevara a la adolescente gótica y le devolviera a la hija
que había criado. A veces, Soledad pensaba que el luto por moda que llevaba
Selene era también porque estaba enterrando a la niña que jugaba con muñecas y
rezaba por las noches.
Una vez, Soledad se encontró en la
basura la estampa con la imagen de la Virgen que Selene ponía bajo su almohada
cuando dormía. “María, tu mirada serena y
limpia me anima a seguir luchando”, decía la estampa. Soledad la rescató de
la papelera, la planchó amorosamente pasándole una y otra vez la palma de su
mano, y volvió a dejarla bajo la almohada de Selene.
Al día siguiente, Selene se marchó y
no volvió más. Había cumplido los dieciocho años y era libre para elegir entre
quedarse o marcharse. En la nota que dejó a su madre sólo decía una cosa:
Tres años estuvo Soledad rezando,
llorando y ayunando por el regreso de su hija. Se pasaba horas ante el
Santísimo rogándole por esa hija que estaba perdida y no quería ser encontrada.
Soledad no quería morirse sin tener la oportunidad de decirle a su hija, una más –sólo una vez más-,
cuánto la quería. No quería dejar este mundo sin volver a escuchar de la boca
de Selene un “Mamá, te quiero”, que
sanara tantas heridas y curara tantos dolores.
El teléfono sonó una madrugada,
cuatro años después, para darle la mala noticia.
-Le llamo del hospital La Fe, de
Valencia. Será mejor que venga: su hija ha tenido un accidente y está grave.
Una amiga de la parroquia se ofreció
a recorrer con Soledad los trescientos kilómetros que les separaban de Valencia
y de la cama de la Uvi donde su hija luchaba contra la muerte. No hacía falta
que entraran en detalles dolorosos para una madre: el accidente sufrido no era
de los que te aplastan con una rueda o te queman porque una olla explotó
demasiado cerca. Aquel accidente se esnifaba por la nariz o se tragaba en forma
de pastilla. Soledad se lo perdonaría todo y rezaba para que Dios no se quedara
atrás en su misericordia. Ella sólo quería llegar a tiempo para decirle:
Cuando llegó al hospital, su hija
estaba en coma. Se lo habían inducido para realizar una intervención que había
tenido éxito. Pasadas unas horas, la despertarían.
En la cama yacía Selene llena de
cables y un respirador que hacía las veces de sus pulmones. Sobre el cabezal,
junto los timbres y las luces, estaba colgada la misma estampa de la Virgen que
Soledad encontró una mañana, cuatro años atrás, en la papelera de su hija.
-Selene nos ha pedido que la
pusiéramos junto a su cama –dijo la enfermera que salió a recibir a Soledad.
-Cuando llegue mi madre –nos dijo
Selena-, quiero que sepa cuánto la quiero.
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