viernes, 31 de agosto de 2012

Francis y Claudia



Entró en una iglesia por casualidad (2)


            Francis, un joven malasio, cuenta que un viaje a EEUU le cambió la vida. En su país ser cristiano está prohibido.

            Nacido en 1968 en el seno de una familia que él define como «muy islámica», leyó el Corán entero tres veces entre los 12 y los 14 años por orden de su madre, quien era tan devota que incluso había estudiado árabe en su juventud. 

            «Sin embargo, tenía muchas dudas y a los 16 años empecé a preguntarme por mi fe en Alá», recuerda Francis, quien entró en contacto con la religión católica cuando se marchó a estudiar a EE.UU.

            Allí, donde vivía con una familia que le invitó a ir a misa en Navidad, tuvo una experiencia mística que le cambió la vida. 

            «Mientras todo el mundo entraba en la iglesia, me quedé paralizado mirando una estatua de la Virgen, que me sonrió y movió su mano señalándome la cruz», explica con la voz temblorosa por la emoción. 

            «Luego tuve sueños recurrentes de una mujer en un prado junto a un árbol que, como descubrí posteriormente en un vídeo, era exactamente igual al lugar donde se apareció la Virgen de Fátima».

            Francis, años más tarde, peregrinó a la ciudad portuguesa donde la Virgen se le apareció a Lucía.

             «Al llegar allí, me sentí como en casa, completo y lleno de felicidad porque por fin había encontrado mi sitio en el mundo».

            Fue muy sonaba la conversión de la actriz italiana Claudia Koll, quien hasta ese momento actuaba en películas de fuerte contenido erótico.

            A pesar de que pertenece a una familia creyente, cinco años atrás, Claudia era “atea”. Su nacimiento fue de alto riesgo, por lo que su madre la consagró de inmediato a la Virgen del Rosario. A muy temprana edad fue confiada al cuidado de su abuela ciega, quien se encargó de su educación. Claudia aprendió a percibir la cercanía de la Virgen y a rezarle. Pero los espejismos del mundo, el éxito, el dinero abundante y fácil la atraparon rápidamente, y la indujeron por vías que ella hoy lamenta. ¿De qué forma logró Jesús recuperar a su oveja perdida?


            Hace unos pocos años, cuando ya era rica y famosa, Claudia entró “por casualidad” en una iglesia de Roma, ciudad donde habita. Esta pequeña iglesia, Santa Anastasia, es la única que tiene exposición perpetua del Santísimo. Un grupo de la Renovación estaba rezando justo en ese momento. Ella decidió quedarse. Humanamente hablando daba la impresión de haber sido sacada de otro pozo, con su aspecto de mujer de moda y pasarela junto a ese grupo tan sencillo. De repente, Claudia comenzó a llorar copiosamente: Jesús estaba realmente allí; ella lo comprendía desde lo profundo de su corazón, describirá luego esta revelación como “fulgurante”: Jesús le señalaba todo su pecado y al mismo tiempo le manifestaba el amor que El tenía para darle y que ella tanto había desperdiciado. Cuando Claudia salió de la iglesia era otra mujer; entró como la María Magdalena publicana y pecadora, y salió como la primera testigo de Jesús resucitado.


            Cristo, que se convirtió en su gran Amigo, realizó una revisión de su vida punto por punto. Canceló de inmediato sus contratos de filmación de películas que antes no la inquietaban en absoluto, pero que ahora veía eran perversas y dañaban a los hijos de Dios. ¡Basta de pornografía! ¡Basta de ser un instrumento que inyecta esas perversiones sutiles por medio de la imagen y que arrastra a millones a la hecatombe! ¡Basta de ser el juguete de Satanás! ¡Cine, televisión, shows, espectáculos de baja calaña, todo eso fue barrido de un saque! Claudia se impuso como regla filmar sólo obras que edifiquen los corazones y los acerquen a Dios. Su extremada belleza hizo que continuara filmando y su fama le sigue abriendo aún muchas puertas. Esto le permite dar testimonio.

            Francis procedía del mundo cerrado del Islam, una cultura que paga con la muerte la apostasía. Pero había encontrado un tesoro mayor que su miedo y no podía renunciar a ella.

            Claudia tenía fama, dinero y belleza: el mundo a sus pies.  Pero, como contaba una vez la Madre Teresa de Calcuta, una vez conoció a un hombre tan pobre que lo único que tenía era dinero. Claudia, al tener todo lo del mundo, le faltaba todo lo de Dios. Hasta que un día, como Francis, entró en una iglesia por casualidad y ya el mundo para ellos no era el mismo.

           


jueves, 30 de agosto de 2012

Entró en una Iglesia por casualidad (1)



Hace algún tiempo, el padre Fortea en su blog contaba que el sacerdote canadiense donde se hospedó durante una visita a aquel país, era un antiguo judío que se convirtió al cristianismo cuando, casualmente, entró en una iglesia para buscar a un amigo. Fortea no dio más detalles del hecho, pero esta historia me suena.

El Padre Ángel Peña, agustino recoleto, es un divulgador incansable de la fe católica. En uno de sus libros, cuenta así la historia de una joven judía cuando era alumna de un colegio de religiosa:

“Un día cuando tenía 11 años, una amiga del colegio me invitó a entrar a la capilla, donde estaba el Santísimo Sacramento y, al entrar, instantáneamente, sin pensarlo, sentí con una fuerte claridad que allí en el sagrario, que yo llamaba “caja”, allí estaba Dios. No sabría explicarlo, pero esto mismo me pasó en las dos siguientes iglesias católicas que visité”.

Actualmente, Sor María del Carmelo es religiosa contemplativa en un convento de Inglaterra.

Elizabeth Ann Seton, la primera santa norteamericana, se convirtió a la Iglesia católica por la Eucaristía. Después de la muerte de su esposo en Italia, regresó a Nueva York y buscó la paz en su propia Iglesia episcopal. Un día se sentó en una silla de su iglesia, desde donde podía ver la torre de la vecina iglesia católica, y mirando el altar vacío de su iglesia, comenzó a hablar con Jesús, presente en el Santísimo de la iglesia católica cercana. Así empezó a sentir amor a Jesús Eucaristía, que la atraía como un imán, y éste fue el comienzo de su conversión.

Grazia, una joven italiana cuenta cómo fue su conversión:

“Soy una estudiante. El año pasado estuve viviendo en el centro de Urbino, en un lugar donde reina el caos, la falta de respeto, gritos continuos, tanto durante el día como por la noche y tratar de estudiar y aún de vivir normalmente era imposible.

          “Estaba obligada a salir para estudiar. Sentía en mí un malestar y buscaba un lugar donde pudiese gustar de un poco de silencio. Volviendo de las vacaciones de Pascua y retomando la búsqueda de ese lugar, en uno de mis paseos, veo un edificio de ladrillos, como tantos en Urbino, y una grada. Subo entonces los escalones de aquella que inicialmente no me había parecido una iglesia. Encuentro un cartel con la escritura “Aquí se tiene adoración perpetua”.


            “Abrí la puerta y apenas entré comprendí claramente que el lugar que tanto buscaba era propiamente ése. Había encontrado un oasis de paz donde podía saborear el silencio y la comunión con Dios. Después de aquella primera vez comencé a ir frecuentemente a la iglesia de Santo Spirito donde sentía que mis malestares desaparecían y me encontraba con la serenidad y la paz del corazón".
         
            En Sevilla, un médico agnóstico sintió la curiosidad de saber qué ocurría en aquella capilla, la de san Onofre, por la que transitaba tanta gente y que además estaba abierta día y noche, y de algún modo fue interpelado y quiso comprobar personalmente qué era eso de la adoración perpetua. Ahora se levanta todas las mañanas media hora antes para permanecer en silencio frente al Santísimo. Cristo, a través de su presencia real en la Sagrada Eucaristía lo ha llamado a la fe.

James J.  Pitts había sido pastor presbiteriano durante veinticinco años. En una ocasión fue a hacer un retiro espiritual al monasterio benedictino de Nuestra Señora de Guadalupe, en Nuevo México.

“La comunidad benedictina tenía adoración de 6.30 a 7.30 cada tarde. Una gran hostia consagrada era colocada en una custodia para adorar a Jesús. Todos estaban de rodillas. Después de unos minutos de leer la Biblia, yo miré la hostia y vi una luz radiante, que brilló como si saliera de ella. De pronto, un sentimiento de amor vino sobre mí, sin saber por qué. Yo me arrodillé de nuevo y oré al Señor. No podía apartar mis ojos de la hostia y decía: ¿Cómo puedo saber que tú estás aquí con nosotros, Señor...? La presencia de Cristo en la Eucaristía y el amor a María me llevó a abrir mi corazón a Dios. Durante la cuaresma de 1999, en el fin de semana de la fiesta de la Anunciación, yo y mi esposa Sandra fuimos recibidos en la Iglesia católica por el buen obispo de Alejandría”.

            Un oficial paracaidista francés, que había estado en la guerra de Vietnam y había perdido la fe, al final de la guerra de Argelia tuvo que volver a Francia y se dirigió en automóvil a Pau, donde estaba su destacamento militar. Cuando estaba a 14 Kilómetros de Lourdes, sintió un impulso de ir a hacer una visita de cortesía a la Virgen. Entró en la basílica subterránea y vio que Jesús Eucaristía estaba expuesto. Se acercó a las primeras bancas e, inmediatamente, se vio envuelto en una inmensa oleada de amor de Jesús. Buscó un sacerdote, se confesó y, después, subió a la colina para hacer el viacrucis. Aquella noche llegó a su destacamento transformado. Ahora es un monje trapense.

            En todos los casos, Jesús se hizo el encontradizo para esas personas. Él les proporcionó el pretexto para que pisaran la iglesia, aun en contra de su voluntad.
           
            En estas historias vemos casos de gente sin fe, de otras bautizadas que la habían perdido o se mostraban frías; judíos que jamás antes habían pisado un templo, y protestantes que nunca hasta ese día habían sentido la tentación de abandonar su antiguo credo, fuera episcopaliano o presbiteriano.

            Cuando Jesús nos abre las puertas está dispuesto a hacernos un traje a medida. Lo seguiremos comprobando en los siguientes días.


miércoles, 29 de agosto de 2012

Jinetes Caídos (2)



Escribe Thompson estos versos:

Le huía noche y día
a través de los arcos de los años,
y le huía a porfía
por entre los tortuosos aledaños
de mi alma…
He escalado esperanzas,
me he hundido en el abismo deleznable,
para huir de los Pasos que me alcanzan:
persecución sin prisa, imperturbable,
inminencia prevista y sin contraste.
Les oigo resonar… y aún más fuerte
una Voz que me advierte:
“Todo te deja, porque me dejaste”.

            ¿Cayó San Pablo de un caballo?

Si le preguntásemos a los creyentes, qué fruto fue el que comió Eva invitada por la serpiente, la mayoría contestaría que una manzana, pero ese nombre y ese fue fruto no son los que se nombran en el Génesis.

Lo mismo ocurre con San Pablo y su famosa caída. En el capítulo 9 de los Hechos de los Apóstoles, se narra la conversión de San Pablo de esta manera:

“Iba de camino, ya cerca de Damasco, cuando de repente lo deslumbró una luz que venía del cielo. Cayó en tierra y oyó una  voz que le decía:

-Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Contestó:

-¿Quién eres, Señor?

Le dijo:

-Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que debes hacer”.

Por ningún sitio aparece ningún caballo, pero todos damos por supuesto que fue derribado montado sobre este cuadrúpedo. Ya sea montado a caballo, camello o a lomos de un asno, lo cierto que San Pabló cayó. Su soberbia de perseguidor de Cristo fue humillada y cegada por la verdad de Aquel a quien perseguía.

Este tipo de conversiones que tumban de los potros del ateísmo, del racionalismo, se ha repetido a lo largo de la historia, a veces de forma sutil, madura a fuego lento, pero en otros momentos la mano izquierda de Dios necesita soltar un mandoble, como el caso de Pablo, para que nos paremos a mitad del camino y nos atrevamos a mirar a los ojos de Quien nos habla, a la Verdad absoluta.


Jesús habla todos los lenguajes

            Una de las cosas que siempre me ha llamado la atención es la forma en que el  Señor se muestra a cada persona. Si quiere tocar a un evangelista y su obsesión por la Sola Scriptura, no envía a las casas a un dominico o a un jesuita a que les dé un curso de apologética católica. Con la palabra de Dios en la mano, Satanás quiso poner en aprietos al mismo Dios; por eso muchos creen que el demonio fue el primer protestante.

Dios, hace algo más eficaz: siembra en sus corazones la inquietud por profundizar en las enseñanzas bíblicas y cómo las entendieron los Primeros Padres. Cuando deciden emprender ese viaje, el camino de regreso no les devuelve a donde estaban, sino que toman la dirección de Roma.

Cuando trata de convertir a un judío, se muestra como el judío que fue. Cuando trata de transformar a un ateo, entonces no hay medias tintas y lo lleva a la Iglesia o se le muestra de una manera rotunda, como le sucedieron a Alfonso María de Ratisbona o André Frossard.

Si la oveja que se le ha perdido es un pecador irrecuperable, se adentra en las cárceles o le sigue a la misma muerte como a la doctora Gloria Polo, a la que el Señor le dio una segunda oportunidad con la condición de que contara al mundo su experiencia increíble hasta mil veces mil.

En los siguientes post veremos cómo Cristo reúne a su rebaño en experiencias que se repiten:

Al entrar en una iglesia en busca de un amigo,

 Al borde del delito,

En la cárcel, En el dolor,

Con una Presencia extraordinaria,

Oyendo voces o Locuciones que le ponen en camino,

En mitad de la muerte,

En el Dolor.

Al oír hablar a otros

El Hecho milagroso

En cada una de estas experiencias veremos elementos comunes de personas totalmente distintas entre sí que manifiestan la voluntad del Señor de transformarlas para siempre. Es la firma de Dios.






martes, 28 de agosto de 2012

Jinetes Caídos (1)



En el metro de Madrid, un tiempo atrás un anuncio promocionaba la Lanzadera del Parque de Atracciones con un lema demoledor: “Nunca pensaste llegar tan alto. Nunca creíste caer tan rápido”.


            A diferencia de los Testigos de Jehová, mormones y evangelistas, los católicos –a excepción de los grupos entusiastas como los kikos- no vamos por los domicilios para que la gente se convierta a nuestro credo. Así Cristo se nos acerca despacio, como distraído, se hace el encontradizo, toca a la puerta de nuestra casa, no con el ímpetu de un vendedor de aspiradoras, sino disfrazado del repartidor del pan, del cartero o del fontanero que viene a liberar un desagüe. Y si no nos atrevemos a abrirle, sabe permanecer en el rellano sin dejar de sonreír ni perder la compostura, aguardando bajo los aguaceros del otoño o los rigores de agosto a que le dejemos pasar. Cuando nos damos cuenta, no sólo le hemos abierto la puerta de nuestra hogar, sino que le tenemos sentado en el sofá del salón y toma té y pastas con nosotros, y ya no queremos que se marche nunca porque ese huésped inesperado se ha convertido en el amo de nuestra vida.

            Lo curioso es que Jesús no tiene siempre la misma receta ante el mismo problema, sino que actúa de distinta manera como distintos son los tipos de pecadores a los que quiere convertir. En ocasiones, nos cambia lentamente, como un seductor paciente y tenaz que no se desanima ante nuestra indiferencia, y nos persigue allá donde vamos, en el ruido de la fiesta y los días de vino y rosas, y también en los momentos en los que nos tambaleamos sobre la delgada cuerda de un trapecista, en los tiempos de tristeza y desesperación, cuando los amigos se han marchado todos, cuando ha cesado el ruido de los aplausos y el eco de los reconocimientos, y nos hemos quedado a solas con nuestra miseria. Si abrimos los ojos y nos fijamos, el único que ha permanecido es Él, en algún rincón de la sala está esperando a que le hagamos un señal para salir a nuestro encuentro y abrazarnos.

            Otras veces el Señor sabe que la única forma de hacernos despertar es sacudiéndonos un par de bofetones que nos hagan despertar. Un ladrillazo lanzado cuando estamos en plena carrera que nos derribe del caballo y nos haga parar en seco. Como a San Pablo. Y de eso quería hablarles yo en una serie de artículos sobre la conversión tumbativa o fulminante.


Las dos manos de Cristo

            El Padre Ramón Cué, SJ., en su obra Mi Cristo Roto explica muy bien la forma de pescar náufragos que tiene Nuestro Señor:

    “Para conquistarnos dispone Dios de dos manos, la derecha y la izquierda que representan dos técnicas y dos tácticas. La mano derecha es clara, abierta, transparente, luminosa. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo, diplomacia, no tiene prisa, si es necesario actúa a distancia y finge la voz, pero, aunque izquierda, no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor.
Para cada alma Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto porque todas las almas son diferentes. Con la derecha, como a palomas blancas o a ovejas dóciles, Dios guiaba a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas...
Para conquistar a Pedro, a Pablo, a Magdalena, a Agustín, a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha, se rebelan, entonces entra en juego la izquierda, busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala, trata de ser freno que nos detenga, quiere alzarnos del barro en que caímos, se nos mete en el pecho para ver si logra ablandar nuestros corazones. Sus recursos son infinitos, hoy la disimula con modernos y actuales disfraces, es el ser más actual...”
            El conde de Bruissard se convirtió al instante cuando vio sonreír a Bernardette porque en ella descubrió a Jesús. Micaela, de la Comunidad Nuevo Horizonte, que durante años coqueteó con el espiritismo y el satanismo, sufrió una conversión fulminante cuando la persona a la que iba a matar le dio un abrazo. Otros sintieron la caricia de Dios en misa, en el momento de dar la paz y en el contacto con la mano de un hermano. En ocasiones es una voz interior la que  urge a entrar en la iglesia, o es Cristo que, sin dejarse ver, se hace presente en la vida de personajes como el filósofo García Llorente o del guitarrista Narciso Yepes, de una forma inesperada y misteriosa, pero con tal fuerza, que les cambia el destino para siempre.

            El filósofo italiano Federico Sciacca, en su obra El Ateo escribe:

            “Dios es siempre despiadado con los ateos. Los persigue. Yo no sería ateo si Él no existiese”.

            Parece que Dios siempre tiende la misma trampa y el hombre cae una y otra vez en ella, como en un juego de niños. Ya nos advierte San Agustín que “el Dios que te creó sin ti no puede salvarte sin ti”. Tania, una joven cubana, es hija de padres que abandonaron toda práctica religiosa tras la revolución castrista, y nunca recibió instrucción religiosa.

            “En mi conversión influyó un momento muy especial que nunca olvidaré. Venía de la universidad leyendo en el autobús, completamente abarrotado. Una mujer muy pobre llevaba un vaso con un batido de chocolate. En Cuba este tipo de productos es un lujo. Al llegar a mi parada, esta mujer me ayudó con los bultos que yo traía y, sin querer, al moverme para bajar del vehículo, le tumbé el vaso. Cuando me di cuenta ya estaba fuera del bus. Ni siquiera tuve tiempo de pedirle perdón. Entonces la sensación que experimenté fue increíble. Aquello me había llegado al corazón. Me fui a casa llorando y cuando llegué, sola, me puse a escribir porque necesitaba hablar con alguien. Sentía una necesidad muy viva de que alguien me perdonase. Necesitaba el perdón. No conocía el sacramente de la penitencia, pero buscaba algún camino para encontrar el perdón”.

            Para Tania, el autobús fue ese potro de acero desde que aquella tarde, su ateísmo cayó a tierra cegado por una tan deslumbrante como inesperada.



lunes, 27 de agosto de 2012

¡No te rindas!


Recuerdo la historia de un hombre asiático que, tantas veces como se enriqueció, otras tantas acabó en la ruina.

                Este individuo era un multimillonario vietnamita que cuando estalló la guerra en su país poseía una fortuna fabulosa en la que se incluían fábricas, casas, coches y miles de empleados y sirvientes. Cuando el Vietcong venció, lo perdió todo y hubo de huir al sur sin un céntimo. Allí volvió, partiendo de cero, a hacerse rico; aún más rico: fábricas, barcos, oro y joyas.

                A su regreso de un viaje de negocios, las autoridades del país donde ahora vivían le acusaron de espía y le arrebataron todo. Volvió a empezar de nuevo y, en un par de años, logró ser un empresario rico. Hasta que de nuevo el ejército rojo amenazaba con llegar a la capital. Reunió maletas de oro y joyas, vendió todas sus propiedades, cerró sus cuentas, y con toda esa fortuna pudo comprar sólo dos pasajes –para él y su esposa- en un buque desvencijado que le llevó a Filipinas.

                En ese país volvió a triunfar en la industria de las empresas conserveras, hasta que un incendió acabó con la planta de procesamiento. De polizonte logró llegar a los Estados Unidos y vivir, durante dos años, trabajando y durmiendo en la misma panadería donde se ganaban la vida, hasta que el negocio floreció y volvió a ganar una fortuna.

                Al bailarín Fred Astaire le rechazaron la primera vez que hizo una prueba cinematográfica porque “era calvo y bailaba poco”. Sócrates fue acusado de inmoral y corruptor de menores. Beethoven no sabía tocar el violín y su profesor le dijo que, como compositor, era un desastre. Los padres del gran cantante de ópera Caruso querían que fuese ingeniero y consideraban que  era incapaz de cantar porque no tenía voz de artista. Walt Disney fue despedido por falta de ideas. Los maestros de Thomas Edison decían que era demasiado estúpido para aprender nada. Einstein pasó por la escuela con fama de niño poco inteligente: no habló hasta los cuatro años y no aprendió a escribir hasta los siete. Isaac Newton tuvo un expediente académico calamitoso. Henry Ford se fue a la quiebra cinco veces antes de convertirse en uno los mayores fabricantes de coches del mundo. Winston Churchil no aprobó el sexto grado. Dieciocho editoriales rechazaron el libro “Juan Salvador Gaviota” y otras veintiuna la novela sobre la guerra del Vietnan M.A.S.H Abraham Lincoln nació muy pobre, sus negocios quebraron dos veces, perdió ocho elecciones, pero hoy está considerado el mejor presidente que ha tenido nunca los Estados Unidos.

                “El deber de luchar –decía Lincoln- debe estar presente en todos nosotros, y yo me siento obligado por ese deber”.


                Y tú, ¿estás pensando en bajar los brazos y rendirte de la tarea que estás emprendiendo, en renunciar a tus sueños? ¿Te desarma el desánimo y la falta de resultados? Párate un momento a descansar, ponte en las manos de Dios y sigue luchando.

domingo, 26 de agosto de 2012

Les llamábamos Padre





Cuando los sacerdotes llevaban sotana, todo el mundo se dirigía a ellos llamándoles padre.  Desde hace décadas, a medida que los religiosos fueron desabrochándose el alzacuello, los fieles hemos ido perdiendo el respeto por los Alter Christus.

                Ya no decimos “me confieso con el padre Enrique”, sino “me voy a confesar con Jorge”. O también: “Hoy viene Pepe a decir la misa”; “A mi nieto lo bautizó Paco”. Este compadreo son síntomas de protestantización en el tratamiento que los católicos damos al clero. ¿O es que acaso es verdad la acusación de los evangelistas de que no debemos llamar padre a los curas?

                “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Maestro”, porque uno solo es vuestro maestro, y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar “Jefe”, porque uno solo es vuestro jefe: el Cristo”. (Mateo 23, 8-11)

                Muchas veces los errores  de interpretación surgen cuando sacamos las cosas de contexto. No es lo mismo decir: “yo nunca mataré a un hombreque el hermano Saulo dijo: “mataré a un hombre”.  En ambos casos, todas las palabras entrecomilladas están citadas al pie de la letra, pero la primera es la réplica exacta de una verdad, y la otra es extraer la parte por el todo para distorsionar y manipular esa verdad.

                Si seguimos leyendo a san Mateo, nos da una explicación:

                “El mayor de entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”. (Mt 23 11-12).

                Lo que Jesús viene a decirnos es que no nos creamos superiores a los demás, que Dios es el único que está por encima y, por debajo de Él, todos somos iguales, guapos y feos, ricos y pobres, ateos y creyentes. Que en nuestra condición humana, todos estamos igualados por nuestra naturaleza terrenal y pecadora, que ninguno de nuestros iguales es más que nosotros, pero tampoco inferiores.

                Lo curioso del caso es que los protestantes nos acusan de usar sólo la palabra Padre referidas a los sacerdotes, pero eluden que Cristo, en el mismo pasaje, prohíbe igualmente los términos maestro y jefe. Estas omisiones, además de infundadas, son discriminatorias. Seguida al pie de la letra, los alumnos jamás podrían llamar maestro a su profesor, ni los empleados jefe a su patrón. ¿Es que los protestantes no usan los títulos de jefe y de maestro referidos a quienes llevan esa condición?

                La misma doctrina luterana de la Sola Escritura nos sirve para impugnar esa acusación gratuita. En la Biblia, el término padre lo vemos escrito en muchos pasajes y expresados en diversos  sentidos.

                En sentido biológico o de relación padre-hijo:

                “Honra a tu padre y a tu madre”. Lc 18,20

                “Dijo Isaac a su padre Abraham: “Padre”. Gen. 22,7

                “Dijo: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo al padre: “Padre…” Lc. 15, 11-12

                En el sentido de amistad:

                “Se acercaron sus servidores, le hablaron y le dijeron: “Padre mío…” 2 Rey 5,13

                “… Él me ha hecho a mí un padre para el Faraón, y señor de toda su casa”.  Gen. 45:8)

                “Era el padre de los pobres, la causa del desconocido”. Job 29,16

                En sentido espiritual, exactamente en el mismo sentido por el que se escandalizan cuando llamamos padre al sacerdote:

                “Eliseo le veía y clamaba: “Padre mío, Padre mío”. 2 Rey, 12

                “Y, gritando, dijo: “Padre Abraham, ten compasión de mí”. Luc. 16,24
                “Él respondió: Hermanos y padres, presten atención”, Hech 7,2

                En las Escrituras, los apóstoles se consideran a sí mismos como Padres en el sentido espiritual:

                “El apóstol Pablo dijo: “A Timoteo, hijo querido. Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús Señor nuestro”. 2 Tim 1,2

                “Les saluda la que está en Babilonia, elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos”,. 1 Pe 5,13
                “Os escribo a vosotros, hijos míos”. 1 Juan 2,2
                Hijos míos, es la última hora”. 1 Juan 2,18
                “Y ahora, hijos míos, permaneced en él”. 1 Juan 2,28
                Hay muchas otras  citas, pero con que sólo hubiésemos hallado una, la impugnación protestante quedaría invalidada.

                No nos avergoncemos de llamar padres a nuestros sacerdotes porque  se lo estamos diciendo al mismo Jesús.

sábado, 25 de agosto de 2012

Todos somos Pródigos



Durante su juventud, el pintor holandés Rembrandt alcanzó el éxito, la fama y la fortuna, pero en los últimos años se vio arrastrado por la tragedia personal y la ruina económica. Pintó con asombroso talento escenas bíblicas en las que vertía tanto su conocimiento  agudo y profundo de los retratos evangélicos, como la fuerza y el genio de una mente extraordinariamente dotada para la composición artística. Quizás su mayor sobra fue El Regreso del Hijo Pródigo.

Otro holandés y autor de otro Regreso del Hijo Pródigo, fue el sacerdote Henri J.M. Nouwen. Este autor católico dejó escritos más de veinte obras espirituales que contaron con un público numeroso y entusiasta tanto entre católicos como entre protestantes.

Obsesionado por la obra de Rembrandt, Nouwen viajó hacia Rusia y, en el museo del Hermitage de san Petersburgo, disfrutó de cerca del cuadro original durante muchas horas, a solas en un museo desierto donde contempló, observó y meditó una y otra vez en presencia de la obra original. Al paso de la luz sobre el tiempo, el lienzo iba contando historias distintas, la claridad iluminaba o difuminaba a los personajes según incidiesen sobre ellos el sol del mediodía  o la luminosidad mortecina del ocaso. Personajes que por la mañana parecían sepultados bajo una niebla de claroscuros, al atardecer emergían en planos donde sobresalían sobre el resto.

Nouwen escribió El Regreso del Hijo Pródigo con una réplica de la obra que le acompaña haya donde fuera. Mientras nos va descubriendo los secretos de la obra de Rembrandt, el sacerdote va presentando a los personajes uno por uno. A medida que va profundizando en los secretos de la pintura, Nouwen está convencido que la fuerza de atracción que ejerce sobre él el lienzo se debe exclusivamente a que se identifica con el personaje del hijo que vuelve a la casa del Padre.

                La primera fase consistió en mi experiencia de ser el hijo menor. Los largos años de enseñanza en la universidad, así como mi intensa implicación en los asuntos de América Central y del Sur, habían hecho que me sintiera algo perdido. Había ido de un sitio a otro, había conocido gente de todo tipo y formado parte de cantidad de movimientos. Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado. Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padre de apoyar las manos en los hombros de su joven hijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy profundamente que aquel hijo perdido era yo y que quería volver como lo hacía él para ser abrazado como él. Durante mucho tiempo pensé en mí mismo como en el hijo pródigo que vuelve a casa, anticipando el momento de ser recibido por mi Padre.

El autor entonces decide mirar al Hijo Pródigo a través del espejo retrovisor para que le devolviese la imagen del personaje cuando emprendió la marcha:

            Regresar es volver al hogar después de haberlo abandonado, un volver después de haberse ido. El padre que da la bienvenida al hijo está muy contento porque éste estaba perdido y había sido encontrado,  (Lc 15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdido esconde la inmensa tristeza de la marcha. El encuentro deja detrás la separación; la vuelta a casa esconde bajo su manto el momento de la partida. Mirando el regreso, tierno y lleno de alegría, siento que debo atreverme a saborear los tristes acontecimientos que le precedieron. Sólo cuando tenga el coraje de profundizar en lo que significa dejar el hogar, podré entender de verdad lo que es volver a él. El amarillo con matices marrones de la ropa del hijo parece bonito cuando se observa en rica armonía con el rojo del manto del padre; pero lo cierto es que el hijo va vestido con harapos que delatan la miseria que ha dejado atrás. En el contexto de un abrazo apasionado, nuestra ruina interior puede parecernos hermosa, pero su única belleza proviene de la compasión que despierta.

La primera sorpresa para el sacerdote, es que alguien le hace ver que quizás él no sea el hijo menor, el que vuelve después de haber lapidado la fortuna en mujeres y juergas, sino el otro hijo, el fiel que permaneció a su lado:

            Francamente, nunca había pensado en mí mismo como en el hijo mayor, pero una vez que Bart  me enfrentó a esa posibilidad, miles de ideas comenzaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primero que pensé es que, efectivamente, soy el mayor de mis hermanos; después, caí en la cuenta de lo obediente que había sido a lo largo de mi vida. Cuando tenía seis años ya quería ser sacerdote y nunca cambié de opinión. Nací, fui bautizado, confirmado y ordenado en la misma iglesia y siempre obedecí a mis padres, a mis profesores, a mis obispos y a mi Dios. Nunca me fui de casa, jamás perdí el tiempo ni malgasté el dinero en búsquedas sensuales. (Lc 21,34). Durante toda mi vida fui responsable, tradicional y hogareño. Pero, con todo, había estado tan perdido como el hijo menor. De repente, me vi de una forma totalmente nueva. Vi mis celos, mi cólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, mi resentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo. Vi lo mucho que me quejaba y comprobé que gran parte de mis pensamientos y de mis sentimientos eran manejados por el resentimiento. Por un momento me pareció imposible que alguna vez hubiera podido pensar en mí como en el hijo menor. Con toda seguridad, yo era el hijo mayor, pero estaba tan perdido como su hermano, aunque hubiera estado  toda mi vida.

            Había trabajado mucho en la granja de mi padre, pero nunca había disfrutado completamente de la alegría de estar en casa. En vez de estar agradecido por todos los privilegios que había recibido, me había convertido en una persona resentida: celosa de mis hermanos y hermanas menores que habían corrido tantos riesgos y que, a pesar de todo, eran recibidos tan calurosamente. Durante mi primer año en Dayreak, aquel comentario tan perspicaz de Bart siguió iluminando mi vida interior.

Pero la cosa no quedó ahí. Un nuevo ladrillazo, todavía más fuerte, volvió a sacudir la conciencia del Padre Nouwen cuando otro amigo le sugirió que, en realidad, él se veía reflejado en el padre de la parábola:

Pero iban a suceder más cosas. En los meses que siguieron a la celebración del treinta aniversario de mi ordenación como sacerdote, fui entrando en una profunda oscuridad interior y comencé a sentir una intensa angustia. Llegué a un punto en que ya no me sentía a salvo en mi comunidad y tuve que marcharme para buscar ayuda y trabajar directamente en mi curación profunda. Los pocos libros que me llevé trataban de Rembrandt y de la parábola del hijo pródigo. En el tiempo que viví en un lugar aislado, lejos de mis amigos y de mi comunidad, encontré gran consuelo en la lectura de la tormentosa vida del gran pintor holandés y en el aprendizaje de más datos acerca de la trayectoria agonizante que le llevó a pintar su magnífica obra.
Durante horas me quedaba mirando los espléndidos dibujos y cuadros que pintó entre dificultades, desilusiones y tristezas, y llegué a comprender cómo de su pincel emergió la figura de un anciano casi ciego abrazando a su hijo en un gesto de perdón y compasión. Una persona tiene que morir muchas veces y derramar muchas lágrimas para poder pintar un retrato de Dios con tanta humildad.

Aquellas palabras me cayeron como un jarro de agua fría, porque, después de todos aquellos años viviendo con el cuadro y mirando al anciano sosteniendo a su hijo, jamás se me ocurrió que el padre era quien expresaba más plenamente mi vocación en la vida.

Sue no me dio la oportunidad de protestar: «Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio. Mira al padre de tu cuadro y verás lo que estás llamado a ser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte de la gente que te rodea, no necesitamos que seas un buen amigo o un buen hermano. Lo que necesitamos es que seas un padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera compasión».

Mirando al anciano vestido con aquel manto rojo, sentía una profunda resistencia a pensar en mí de aquella forma. Me identificaba más con el joven derrochador o con el rencoroso hijo mayor. Pero la idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba. Sin embargo, Rembrandt murió cuando tenía sesenta y tres años y yo estoy más cerca de esa edad que de la de cualquiera de los dos hijos. Rembrandt buscaba ponerse en el lugar del padre; ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo?

El año y medio que ha pasado desde que Sue Mosteller me lanzó el reto ha sido un tiempo de empezar a exigirme mi paternidad espiritual. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quiere es acoger a sus hijos en casa.

El padre Nouwen paseó el espejo de la conciencia por cada uno de los personajes, y en todas se vio reflejado. En el hijo manirroto y lujurioso que lapidó la fortuna en vino y mujeres, pero que, tocado primero por la miseria y después por la gracia, recogió sus bártulos y se puso en camino hacia la casa del padre.

En el hijo mayor, el mayordomo fiel, el heredero intachable al que nada había que reprochar, pero al que la envidia y el resentimiento le devoraban, porque quizás él quiso ser como el hermano pequeño pero al que le faltó valor para lograrlo.

En el padre, que era el último puerto en el que amarran todas las naves inservibles. Que probablemente vivió en su juventud una época de frivolidad y desenfreno; que quizás también fue el hijo rencoroso y engreído que hizo las cosas por deber y no por amor, y que al final de la vida, en su abrazo ampara a todos porque en él acoge también a los múltiples pasados que fueron sucediendo en su vida.






viernes, 24 de agosto de 2012

Pena de Telediario

Poco se imaginaba Cecilia Giménez el domingo, cuando salía de misa, que unos pocos días después su nombre, su cara y su traspiés iban a dar la vuelta al mundo.

                ¿Qué es lo que hizo esta anciana octogenaria a cargo de un hijo impedido para que fuese condenada a pena de telediario? ¿Robó a punta de pistola alguna sucursal bancaria? ¿Huyó con el dinero del cepillo de la iglesia? ¿Cometió alguna estafa financiera? ¿Descargó sobre algún asilo una ráfaga de metralleta? Su enorme pecado mortal, por el que su cara y su nombre han sido crucificados en los platós de medio mundo, fue el intentar restaurar –con escaso gusto y menos pericia- un retablo de dudoso valor artístico colgado en el monasterio de su pueblo.

                Es muy probable que la viejecita lleve toda su vida entrando y saliendo de la iglesia, arreglando flores, limpiando los suelos o lavando las ropas litúrgicas. Miles de veces se habrá arrodillado para rezar una plegaria por los suyos y por los otros, por el hijo minusválido y por la paz del mundo. Habrá llevado una vida recogida y austera, de trabajo, oración y vida familiar haciendo el bien de una manera discreta y cristiana. Pero ahora, de la noche a la mañana, se ha convertido en el centro de la diana en la que todos los graciosillos del mundo les lanzan sus pedorretas groseras y sus chistes del mal gusto. ¡Tuiteros del mundo, uníos: hay una anciana en el plató del club de la comedia!

                Cualquier instrumento, en las manos equivocadas, puede convertirse en un arma de destrucción masiva. Las redes sociales tienen su utilidad social cuando sirve a la policía para coger a pornógrafos y acosadores sexuales, para mover los corazones y los bolsillos por cualquier causa justa, para evangelizar y llevar esperanza a personas rotas. Pero, como el cuchillo que lo mismo sirve para trocear los alimentos que luego nos alimentan que para herir y matar; como la boca que sirve para besar, decir te quiero que para insultar, mentir o escupir, facebook, twiter y tuenti se convierten, en muchas de las ocasiones, en los tirachinas públicos donde los insultadores profesionales hacen carrera. Todos sabemos que  los gamberros de la clase siempre se sientan en la parte trasera del aula y, a través del tubo vacío de los bolígrafos, lanzan sus bombas de papel contra los compañeros más débiles. Esas redes sociales son los nuevos lanzahuevos y tiratomates modernos, pero amparados en la cobardía del anonimato y la distancia.

                Desconozco cuál es el mecanismo por el que un suceso anecdótico como éste se convierte en noticia bomba y por qué en otros casos acontecimientos objetivamente trascendentes pasan desapercibidos. De lo que estoy convencido es que ello no tiene una explicación inofensiva. Esos periódicos de medio mundo que han colgado en sus páginas la foto de Cecilia porque ha cometido un desliz de aficionada con buena voluntad, son los mismos que silencian que en Siria hay unos dos mil cristianos refugiados en un monasterio, tiroteados día y noche, sin comida ni agua. Son los mismos que no le dedican ni dos líneas a la matanza casi diaria de cristianos en Nigeria. Los que callan por la persecución religiosa en Asia y no se escandalizan al saber que una niña de once años, con síndrome de Down, podría ser condenada a muerte por blasfemia.

                La auténtica blasfemia, el verdadero sacrilegio no es el artístico que cometió Cecilia, sino la de esos tuiteros tan simpáticos que se han llevado las manos a la cabeza por la restauración libre de la viejita y han aprovechado la visita para colgar montajes blasfemos sobre el Ecce Homo insertando de matute, en lugar del rostro de María, caras de chimpancés, hombres elefantes o extraterrestres.  La auténtica blasfemia son las de todos esos que se han apresurado a coger la carretera y peregrinar hasta el remoto pueblo de Cecilia, a fotografiarse con menos ropa que vergüenza, junto a la imagen retocada.

                ¿Alguien es tan ingenuo para creer que todo este pollo mediático es porque una obra de arte ha sido maltratada? Les importa un tuit. La mayoría de ellos no sabrían separar una obra de Velázquez o Caravaggio del mural de un grafitero. Lo que encuentran desternillante es que el desliz de una artista de pueblo con buenas intenciones, les ha valido para mofarse de lo religioso y lo católico.

                Mientras Cecilia Giménez ha sido condenada, sin juicio previo ni abogado que la defienda, a una semana de pena de telediario, en el sur de España un puñado de utópicos de alpargata recorren pueblos  asaltando supermercados, ocupando ilegalmente fincas y hoteles, o aterrorizando a empleados de banca. Cuando llegan a los pueblos, esos descamisados son recibidos bajo palio como si fueran los héroes del día de la victoria. ¡Qué valiente es burlarse de una vieja! Y qué heroico es aplaudir a los rateros de supermercado.
               



jueves, 23 de agosto de 2012

Aunque te tiemblen las Piernas


En medio de las dificultades de la vida, el Señor siempre nos da las fuerzas necesarias para levantarnos y seguir adelante.

        Hay una cita de la madre Angélica -esa religiosa que con doscientos dólares, una docena de monjas y sin tener ni idea ni de cómo se encendía una casete, fundó la EWTN,  la mayor cadena de televisión católica del mundo- que siempre me sirve de revulsivo en los momentos de desánimo:

        “Si quieres hacer algo por el Señor, hazlo. En  cuanto veas que es necesario actuar, aunque te tiemblen las piernas, aunque estés muerto de miedo, da el primer paso. Junto a este primer paso llega la gracia y, a cada paso, más gracia. Tener miedo no es el problema, lo que nos tiene que asustar es no hacer nada”.

        Hay días en que  el reloj se para, el coche no se pone en marcha y el arroz se pasa, llueve cuando vamos sin paraguas y la gente no nos devuelve el saludo si les damos los buenos días. Hay mañanas en que nos duele todo; abrimos los ojos y la distancia que dista de la cama al suelo nos parece una montaña formidable que debemos escalar.

         En esa tesitura es cuando el cristiano auténtico se mantiene en pie mientras los otros se han rendido, acobardados por la inmensidad de la tarea o atormentados por la culpa. Se mantiene firme enarbolando la misma vieja bandera de siempre, y lo hace con alegría, porque el amor de oficio, la caridad de encargo no nos vale para nada. Ya lo dijo san Pablo: “aunque dominara las lenguas antiguas, aunque diera mi dinero a los pobres...” de nada nos sirve.

        Cuando los esposos ya no se hablan sino a gritos, cuando los hijos pegan a sus padres y acosan a sus profesores, cuando la juventud ya no cree en Dios pero adora la botella, la raya de cocaína o la estrella de rock; cuando se oyen más blasfemias que bendiciones, cuando ya no se escuchan palabras de ánimo sino chismes calumniosos, cuando las personas honestas son esa gente rarita y aburrida con la que los más espabilados no quieren estar, es entonces cuando más debemos creer.

        No admiro a la gente poderosa: al que más manda, al que más tiene o al que más gasta; a la estrella de cine a las que todos siguen o al músico o al deportista al que todos quieren parecerse. El mérito de que la sociedad siga en pie, que los relojes sigan marcando las horas y las fábricas produciendo, corresponde al héroe anónimo que cada día hace posible que los trenes salgan puntuales, los aviones despeguen y en los supermercados hay víveres para alimentarnos. Los que iluminan las ciudades, reparan los caminos y arreglan los aparatos. Los que están al quite cuando un edificio se incendia, una joyería es asaltada o un corazón entra en parada cardíaca. Admiro a ese personaje sin brillo y callado que reparte flores, hornea el pan o llena las copas de vino. Al maestro que enseña y al guardia que dirige el tráfico, a la abuela que zurce los calcetines y al yayo que pasea a los nietos. Porque no hay esfuerzo sin dificultades ni errores y toda causa justa que perseguimos debe afrontar etapas de triunfo y épocas de fracaso.

        Todos ellos son mis héroes, y en todos ellos veo la mano de Cristo.



miércoles, 22 de agosto de 2012

Hasta aquí has llegado


Me he tropezado con ellos muchas veces:  en la calle mientras estoy de ida o de vuelta de cualquier encargo, cuando atravieso el parque al pasear al perro, repartiendo folletos a la entrada del centro comercial, en las mesas donde exponen sus ventorrillos,  e incluso cuando he ido a abrir la puerta de casa esperando una visita, y me encuentro con ellos de pie, delante de mí, con una sonrisa de vendedor de enciclopedias y las manos extendidas hacia mí.

                Van de dos en dos; generalmente, dos hombres o una pareja de  mujeres. A ellas las puedo reconocer de lejos porque nunca visten pantalones, sino faldas largas, casi hasta el tobillo. A ellos porque visten porque pantalones de pinza y camisas impecablemente planchadas, con o sin corbata y portando además  una pequeña cartera cruzada en bandolera y una biblia en la mano.

                Hasta ahora, cuando se me han acercado y me dan los buenos días, en el momento en que me ofrecen su revista, me limito a contestarles:

                -No me interesa. Muchas gracias.

                Con el tiempo, me he dado cuenta que el método más expeditivo para disuadirlos es levantar la palma en señal de alto. Ese simple gesto es como alzar un muro de mil kilómetros; la persona a la que se lo haces se siente desarmado, sabe que entre ellos y tú has cavado un foso tan grande como un abismo, y les estás diciendo: “Hasta aquí has llegado, amigo”.

                El otro día por la mañana cambié de idea. Les vi desde lejos y preparé mi mejor sonrisa. Por el camino me habían ido entregando tres o cuatro folletos de pizzerías, cortinas o empresas de reformas. Iba bien surtido.

                -Buenos días, señor –me dijo uno de ellos-. Como veo que a usted le gusta le leer, permítame que le entregue este folleto.

                -¿De qué se trata?

                El hombre pareció animado con mi pregunta:

                -¿Sabía usted que hay millones de especies distintas sobre la tierra y sólo el hombre es capaz de razonar?

                -¿Entonces son ustedes biólogos?

                -No, bueno, mire… Nosotros lo que queríamos era hablarle de Dios.

                -Entonces no hay ningún problema –dije-. Yo me paso el día hablando de Él. Ahora mismo venía charlando con el de arriba. ¿Y de qué parroquia son ustedes?

                -No me ha entendido. Venimos del Salón del Reino de los Testigos de Jehová.

                -Haber empezado por ahí. Yo soy católico, apostólico, romano. No sé por qué ustedes se avergüenzan de presentarse como  lo que son. Entonces esos folletos son de su secta.

                Ahora ya no me miraban como gente religiosa.

                -No somos de ninguna secta. Somos una organización  cristiana.

                -Pero si soy de la Iglesia que fundó Jesucristo, y el sólo fundó una, ustedes tienen que pertenecer a una secta.

                -Que tenga buen día, caballero, y que el Señor le bendiga –me despidieron bruscamente, pero yo les retuve un momento más.

                -Disculpe si le he ofendido. Hagamos una cosa: yo me llevo su folleto y ustedes aceptan el que yo les entregue de apologética católica la próxima vez que nos veamos.

                -Verá, Señor, es que no nos está permitido aceptar documentos de otras religiones.

                -¿Y cuál es el problema? Yo estoy seguro de mi fe y sé que ese panfleto no me va a ser cambiar de idea. Si ustedes están seguros de la suya, ¿por qué les va a importar leer unas letras sobre mi creencia?


                Ya se habían alejado cuatro o cinco metros de mí. El que llevaba la voz cantante me dejó con la palabra en la boca y levantó su brazo en señal de alto. “Hasta aquí has llegado, amigo”.